Frank McCourt. Las cenizas de Ángela. Círculo de Lectores, Barcelona, 1998 .

   
 

El autor.

Nacido, hijo de emigrantes irlandeses, en Nueva York, Brooklyn (1930 – 2009), se trasladó al país de origen de sus padres con su familia a los cuatro años de edad. A los 19 años emprendió su marcha en solitario a los Estados Unidos. Allí desempeñó diferentes trabajos para sobrevivir y estudió Lengua y Literatura Inglesa en la Universidad de Nueva York. Fue profesor de Creación Literaria en la prestigiosa escuela de Peter Stuyvesant. Ya jubilado, en 1996, publicó la novela autobiográfica Las cenizas de Ángela, por la que recibió el Premio Pulitzer y el del Círculo Nacional de Críticos Literarios de Nueva York, además de ser considerado el Libro del Año de 1997 en los Estados Unidos y de hacerle famoso. Vendió más de veinte millones de ejemplares en todo el mundo. Esta obra fue adaptada al cine en el año 1999 bajo el mismo título. Además del ya citado, acabó publicando Lo es (1991), El profesor (2005) y Ángela y el niño Jesús (2007), título con el que cierra la reconstrucción de su trayectoria vital. (Fotografía tomada de Wikipedia).



La Obra.



    

¡La de libros que se me estarán quedando en el camino! ¿Qué me habrá llevado a encontrarme con este después de tantos años? Y pensar que me lo hubiera perdido, a costa de dilapidar el tiempo con tantos otros que no merecían ni un minuto. Voy a comenzar diciendo que esta obra me gustó por ser autobiográfica -así que en realidad no se trata de una novela-, por la especial forma que tiene el autor de narrar y porque la acción transcurre en Irlanda, ese país que tanto me recuerda a mi tierra, a Galicia: por el clima, por lo de la emigración, por lo de los tiempos miserables –no tan lejanos a los de nuestra infancia- , por tener un idioma propio, por la gaita, por esa añoranza hacía la tierra natal y hasta por algunas cosas más, como lo de que también somos comedores de patatas. Incluso un estudio genético del Trinity College de Dublín aventura que los irlandeses podrían descender por vía directa de los gallegos y los vascos.  McCourt acabó, como tantos compatriotas, emigrando a Estados Unidos. Como señalo en el apartado de Literatura de viajes, en esta misma Web, en mi escrito sobre Dublín, resulta “curioso que muchos de los grandes escritores irlandeses se fueron, no vivieron en su país pero, eso sí, lo sintieron profundamente”, tal es el caso de McCourt. Irlanda es una tierra muy especial, es tierra de leyendas, de muchas historias que pervivieron a través de la tradición oral. Irlanda es tierra de gente acogedora, de buena gente, de eso te das cuenta a primera vista. Recuerdo el día que pasé por delante del majestuoso edificio de correos (General Post Office) situado en la calle O ́Connell de Dublín, la principal arteria de la ciudad. Pues bien, este emblemático edificio posee un gran valor histórico para los irlandeses, ya que fue el lugar en el que se proclamó́ la República después de la sublevación de 1916 contra el Reino Unido. En el relato pesa el odio contra la denominación inglesa.

Argumento. La obra cuenta la infancia del propio autor. Este es el texto que figura en la parte posterior de la solapas y que sintetiza con acierto de que va este libro: “El hambre, el frío, las pulgas, la enfermedad y la muerte son el rostro oscuro de este relato de infancia, contado a través de la mirada tierna y desprevenida de un niño. Una voz entrañable que narra no sólo la historia de su familia sino también la de su aprendizaje vital: el descubrimiento de la poesía, el sexo, las chicas y su esfuerzo por estar en paz con Dios y con la muerte. Y su sueño: huir a América”.

Se ha venido discutiendo la razón que justifica el título de esta obra. El propio autor nos lo terminó aclarando: “Mi madre vino a visitarme a Nueva York en la Navidad de 1959. Llegó con la intención de quedarse un par de semanas y terminó quedándose hasta su muerte, 21 años después. Ella siempre nos pedía, a mis hermanos y a mí, que a la hora de su muerte mandáramos sus restos a Irlanda. Cuando llegó el momento decidimos incinerarla y enviar allí sus cenizas. Ahí, en ese final, está el origen del título de mi libro”.

Por lo mucho que dicen las primeras líneas de esta novela “autobiográfica”, confieso que me siento obligado a dejar aquí constancia de ellas, considero que merecen la pena:

Mi padre y mi madre debieron haberse quedado en Nueva York, donde se conocieron, donde se casaron y donde nací yo. En vez de ello, volvieron a Irlanda cuando yo tenía cuatro años, mi hermano Malachy tres, los gemelos, Oliver y Eugene, apenas uno, y mi hermana Margaret ya estaba muerta y enterrada.

Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entiende: las infancias felices no merecen que les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es peor todavía.

En todas partes hay gente que presume y que se lamenta de las penalidades de sus primeros años, pero nada puede compararse con la versión irlandesa: la pobreza; el padre, vago, locuaz y alcohólico; la madre, piadosa y derrotada, que gime junto al fuego; los sacerdotes, pomposos; los maestros de escuela, despóticos; los ingleses y las cosas tan terribles que nos hicieron durante ochocientos largos años.”

Está dicho todo o casi todo en estas primeras líneas. La vida en Irlanda, y sobre todo en Limerick, lugar donde transcurre la acción, no era fácil en aquella época, allá por los años 30 y 40, y ese hecho se transmite en el libro con crudeza. La familia McCourt vive en una vivienda miserable situada en una callejuela sucia, conviviendo con las pulgas y los chinches, además de la humedad, y comparten una única letrina con sus demás vecinos. El padre, vago y alcohólico, apenas logra mantener ningún trabajo, y cuando lo hace es sólo para poder comprar más bebida. Así, la familia se ve obligada a vivir de la caridad, subsistiendo principalmente a base de té y pan.

La historia que se cuenta en este libro sirve para poner en evidencia que nada es imposible, a través de la vida de un joven procedente de una familia pobre irlandesa al que le gusta leer y que trata por todos los medios de conseguir el dinero suficiente para viajar a Nueva York – lo logra a los la edad de 19 años- y abrirse un porvenir. Llama la atención el lenguaje utilizado por el autor, que llega a expresarse a través de la mirada de un niño, ponerse en su piel, mediante la utilización de una forma de contar muy natural, muy espontánea. Considero que la traducción de Alejandro Pareja es acertada.

Me lo pasé bien con su lectura, en lo que, lo reconozco, pudieron influir factores personales: la lucha por salir adelante, por tratarse de la historia de un niño, por el país en el que se desarrolla la acción y hasta por algunos de los especiales detalles que entresaqué de su lectura, como por ejemplo:

  • “Dice que ser bizco es un don, porque eres como un dios que mira en dos sentidos a la vez, y que en tiempos de la antigua Roma el que era bizco no tenía problemas para encontrar un buen trabajo”. Pág. 136.

  • “Los ingleses de categoría no te darían ni el vapor que echan al mear”. Pág. 193.

  • “Eso de morir por la Fe es un camelo. No es más que un cuento que se han inventado para meterte miedo”. Pág. 223.

  • “Podéis ser pobres, podéis tener rotos los zapatos, pero vuestra mente es un palacio”. Pág. 249.

  • “Dice que en América se puede hacer cualquier cosa, que es la tierra de las oportunidades”. Pág. 250.

  • “La condenación. Es la palabra favorita de todos los curas de Limerick.” Pág. 364.

  • “Te tomarás un jerez. El brebaje de la maldita España católica y fascista.” Pág. 400.

Y voy a terminar con una sensación. Me lo pide el cuerpo. Quizás hoy ya no se escriben historias como las de antes. Para considerar tal sospecha, por lo menos, para eso me han servido los 23 años de demora en la lectura de este libro.     

 



 

 

   
 

Me pregunto si mi tendencia a vivir aislado, a buscar la soledad en la lectura, a escribir, no tendrá algo que ver con la pérdida de algo que ha quedado atrás para siempre: la aldea donde nací.

   
 
 
 
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