Adam Zagajewski. Una leve exageración. Acantilado, Barcelona, 2019.

   
 

El autor.

Nacido en Lvov, actualmente Ucrania, en 1945. Nacionalidad: polaca. Uno de los más famosos poetas contemporáneos. También ensayista. Aunque nació en Lvov, al terminar la Segunda Guerra Mundial, él y su familia tuvieron que trasladarse a la zona de Silesia, que pasó de Alemania a Polonia, mientras que su ciudad natal quedó en Ucrania. En definitiva, al igual que otros repatriados polacos de las Kresy anejas a la Unión Soviética, su familia fue expulsada por los soviéticos y se instaló en 1946, tras la Segunda guerra mundial, en Gliwice (Silesia), donde hizo sus estudios secundarios. Se inscribió después en la Universidad Jagellónica de Cracovia, donde llevó a cabo estudios superiores de psicología y de filosofía. Desde 1982 se estableció en París, según él, más por motivos sentimentales que políticos (seguía a una mujer); también estuvo un tiempo residiendo en Berlín y en los Estados Unidos. Regresó a Cracovia en 2002 junto a su mujer, Maja Wodecka. Todos los años enseña, como profesor invitado, en la Universidad de Chicago. De su obra poética se destacan Comunicado, 1972; Carnicerías, 1975; Oda a la mayoría, 1982; Ir a Lvov, 1985; Lienzo, 1990; Tierra de fuego, 1994, y Sed, 1999. En 2015 viola luz Una leve exageración. Ha sido galardonado con el premio Neustadt de Poesía 2004 y con el Premio Europeo de Poesía 2010. En 2017 fue galardonado con el premio Princesa de Asturias de las Letras. Ha sido traducido a diferentes idioma.


La Obra.


   

¡Qué bien edita Acantilado! He comprado libros casi solo por ese motivo. Quizás haya sido esta una de esas ocasiones, y les aseguro que no me arrepiento. Al igual que a veces comento de un libro que será del gusto de todos los públicos y no por eso tiene por qué ser malo, tengo que reconocer que los hay, tal es el caso, de interés solo para determinados lectores. Lo siento por aquellos que, sea cual sea la razón, están privados de disfrutar del placer que a veces, solo a veces, proporcionan algunos libros. Hacía ya tiempo que no leía uno que despertara tanto mi interés, es el que más me gustó de este verano. Se trata de una obra autobiográfica. Bueno, se podría decir que eso es discutible, no sabría precisar, dejémoslo en un dietario, sin fechas ni orden cronológico alguno, donde cabe de todo: recuerdos de la familia, las vicisitudes de Europa y su región con respecto a la guerra y sus consecuencias, reflexiones sobre el destierro (“…todo nuestro pasado había quedado en el Este. Y nadie sabía dónde estaba el futuro y si había alguno”), descripción de lugares, consideraciones sobre la filosofía y la religión, aportación de algunos aforismos, así como anécdotas, citas, impresiones de encuentros con otros escritores y con artistas, observaciones sobre diferentes aspectos relacionados con la literatura –desde luego la poesía-, la pintura y la música y aún podría continuar. Como presidiéndolo todo está la autorreflexión, el pensamiento del autor. Quizás ese puzle de encuentros con tan variados aspectos sirva para que suscite nuestro afán de proseguir con la lectura página tras página. Agréguese una prosa que impresiona por su sensibilidad y, en esta ocasión son muchos los que lo destacan, una excelente labor de los traductores, esos olvidados, en este caso: Anna Rubió y Jerzy Sławomirski.

Hice tantas anotaciones a lo largo de la lectura de este libro, que estaría fuera de lugar recordarlas aquí. A continuación voy a citar algunas, dejándome llevar más que nada por motivos personales, porque muchas otras tendrían sobrado fundamento para figurar en esta relación: su referencia a españoles como Miquel Barceló, a Salvador Dalí, Picasso y, una muy especial, a Antonio Machado; sus referencias varias a Cioran y su “inteligente malicia” y “su desesperación de nihilista brillante”, el que “practica la geometría de los ángulos agudos y punzantes, desagradables y horizontales” (“Cioran era ya muy viejo y yo, con mi maldita timidez, no podía pretender que quisiera hacerse mi amigo”); la expresión “…cuya casa era el Gibraltar de la zona”; el aforismo, “La música nos recuerda qué es el amor”; un comentario a propósito de los tiempos de su bisabuela: “alrededor de cada sala de baile, había hileras de sillas desde donde unas madres amodorradas hacían de carabina de sus hijas”, algo que, me sorprende la coincidencia, hará cosa de unos cuarenta años pude contemplar en Suecia y que a mí me había llamado mucho la atención porque en España nunca viera nada igual, aunque algún amigo mío me dice que sí recuerda que por aquí también se daba tal circunstancia; registra la siguiente afirmación de un poeta francés, año 2006: “Porque en mi país ya hace mucho que reina la convicción de que Dios no existe, y ocuparse de él se considera, excusen el vocablo, una niñería”; se refiere a la planta responsable de la muerte de Sócrates, la cicuta de agua, o cicuta virosa de los botánicos, tan frecuente en los riachuelos de mi aldea y de la que recuerdo que todo el mundo por allí, a su manera, conocía sus propiedades; refiriéndose a los tímidos: “Hay una fuerza que les impide hablar. En cierto sentido, son perfeccionistas: temen que lo que digan no sea más que una caricatura de sus pensamientos”; deja constancia de su amor por el sur de Europa: “nunca rechazar una invitación a Italia, España o Grecia” y, para terminar, este pensamiento trascendente y, para mí, tan real: “Vivimos tiempos de gran indiferencia; al parecer, solo los terroristas se toman en serio sus ideas”.

Este libro, especial, que nadie se llame a engaño, me hizo olvidar el coronavirus y a través de sus casi 350 páginas me encontré con tantos virtuosos hallazgos que lo convirtieron en el broche de oro de mis vacaciones de verano.

 

 

   
 

Quizás la poesía no debería valorarse por lo que dice sino por las sensaciones que te genera.

   
 
 
 
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